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agosto 23, 2008

Sintiéndome azul

A veces las patrias de otros no nos figuran mucho. Sin embargo en el momento en que iniciás un lazo significativo con alguna persona que no precisamente nació en tu misma tierra, comienza un interés particular, sobretodo si te quedás el tiempo suficiente para poder aprender de ella y hasta en distancia mamar de la teta de su país.

Guyana Inglesa es el nombre de un país, al cual poca cercanía le tengo, realmente se llama República Cooperativa Guyana. Asumo que ustedes saben donde está, sino pues por allí la rastrearán. Como contaba, no significaba nada para mi, solo eso un lugar más de Suramérica. Al pasar los años aprendí que es la ‘tierra de muchas aguas’; de los cientos de migrantes, que la búsqueda del Dorado hasta allí llegó; de los cimarrones, chinos, javaneses e indios y a pesar de que no soy “ducha” en el arte de la preparación de comidas, pues también me inicié haciendo roti y una especie de estofado de camote. El responsable, Ian mi compañero de trabajo en una organización que hace justo una década dejé.

Podría sumar el Vegemite, que no se si me quedaría con el australiano o el inglés (el segundo lo encuentro más suave que el primero). Para quien se pregunta en qué consiste, pues es una pasta de levadura que se unta sobre pan, es oscura como el color de la ciruela y sabe “a demonios en la primera entrada”. Lo siento amigos aussies pero es así, con y a pesar de su amor.

Lágrima de madre, el café que encuentras en algunos lugares de Argentina (con muchaaaa leche y poco café), a Marissa le gusta ese. En cambio a mi me gusta el país, los dulces, su gente de Buenos Aires, de su Patagonia, de su “puritico sur.”, podría gastarme muchos días de vida por ahí, entre los parques y las ferias de domingo, entre las cafés al aire libre y las pantallas con películas que al menos yo les pongo poquita atención.

Gracias al Festival de Montreal, el jazz comenzó a representar algo. Lugares como New Found Lands, Winnipeg, Nova Scotia, Muskoka, Vouncover, Guelp, Toronto, comenzaron a hacerme pensar que ese país sería mi morada alguna vez en la vida. Allí aparcados en lugares distintos están personas que aún hoy llamo amigos.

La gran ciudad, el mundo desconocido, comenzar la vida, abrir los ojos más allá de las pupilas, latir de ansiedad, New York de pasada. No sería justa si le quitara la excitación a la California, o su parque de Wyoming, que aún está marcado en mi lista de lugares a visitar, junto a la Alaska de Rose.

Podría decir que soy capaz de entrarle a los bichos mexicanos, si me acompañaran con un buen tequila y mayor convencimiento del Sergio o la Cristina. Me tomaría toneles de vino al lado del lago di Garda o quizá solo me perdería en un castillo de esos del norte de Italia. No obstante me guste el sushi, prepare tzaziki, hummous, intente hacer tortilla española, salmorejo o sopa juliana. Aunque pudiese pretender comer los ciento y un pescados o mariscos que “algunos” por allí devoran, no es cierto. Lo que si se puedo decir, es que he encontrado gente querida en medio de esos “españoles perdidos” en estos países.

Es así como hay historias de la Guatemala profunda, o del Honduras intentando ser ciudad; de gente perdida de la República Dominicana, de algún lugar del Senegal, del Ecuador de las alturas o del Perú pendiente, del Uruguay de mis amores -por todos sus escritores- y gente de viaje… Hay más.

Todos representan un pedazo diferente de su propia patria. Dejémonos de tonterías, pero ser ciudadano del mundo y vivir allá afuera, nos depara pequeños espacios de menor ciudadanía natal y más de los otros mundos. Pareciera que nos obliga a ser embajadores, aunque no lo hayamos pedido.

Nos da la tarea de acercar mundo o vivir en la total discrepancia, de encender la radio y poner oído atento a lo que pasa en el Pakistán, al nuevo logro de la China, a la reforma de la Francia, el revuelo de la Colombia, la convulsión de la Nicaragua, la Corea tan distante.

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