Hablando y hablando en esta tarde, dos cosas quedaron flotando para el resto de la noche. La primera, que dentro de la invasión continua de la vida de hoy, en donde no necesariamente eliges qué tomar o compartir, la lectura sigue siendo "un ejercicio" en el cual puedes "entrar o salir".
La lectura se puede abordar y dejar sin más, en principio no afecta si te gusta o no un escritor, lo tomas o dejas sin mayor resistencia. No es como el ensordecedor sonido colado por el oído, o la imagen saltona de un monitor, ni el edificio estrambótico diseñado por un burlista del buen gusto. Ni siquiera la nariz abofeteada por el perfume de "boutique" con remarcado olor. Sí es una decisión (por favor evitemos las excepciones, reconociendo que las hay).
Lo segundo, los signos. No se crea que esto de los signos es acerca de las formas en el Valle de Nazca, o los círculos elaborados sobre el pasto de Gran Bretaña, la canción de Soda Estéreo o lo que dicta el monitor de un hospital. Me refiero a esos objetos de la vida cotidiana que contienen una clave para más que un pequeño grupo, llevando un dinamismo propio, evolucionado y desapareciendo -si fuera el caso- frente a nosotros.
Podría pensarse en el idioma por supuesto. Yo pensaba en lo segundo que se "quedó en mi cabeza" la campana. Según me contaban, en los pueblos viejos los sonidos de las campanas eran parte de un código noticioso para comunicar la muerte, el incendio, la misa, la congregación, la llegada y más. Ahora con suerte, la campana anuncia la misa de las 8am y las 6pm. en el fin de semana. Ya no significan "eso de antes", son testigos mudos viendo pasar los tiempos y las nuevas generaciones, pero de vez en cuando parece que nos cuentan historias.
Hasta aquí. La perolata de hoy termina en este momento, entre mis símbolos y signos (rebuscados diría un amigo) con el libre albedrío de decidir enviar esto al bote de la basura o leerlo e iniciar conmigo una lista de símbolos y signos perdidos y encontrados.