Venía por la calle lamiendo mis patas como gato. No los bigotes por las entrañas llenas de buena comida, sino porque quizá fue el borde de uno de esos días donde un solo movimiento hace cuestionarte de todo, poner en la mesa de frente muchas cosas revueltas y encontrarte ante decisiones próximas a ser rotundas.
Me detuve entonces en una panadería, la que no suelo visitar con excepción de algunos sábados si paso cerca. Ordené lo pensado: tres bizcochos y dos galletas, no más. Pagué a la cajera. Regresé donde había solicitado las cosas y el chico, joven, desaliñado para una panadería -según yo-, risueño y distraído me dio cuatro bizcochos y cuatro galletas.
Al principio creí que había contado mal y luego al ver las galletas le dije -Pero si me estás dando más- Me guiñó el ojo y dijo -queremos irnos a casa y así se vende más rápido-. Se sonrió, extendió la bolsa y dijo acéptelas. No me pregunté si era correcto o no, sonreí, acepté las cosas y me fui.
Puse un pie en la calle y saltaron tres imágenes: una situación similar en la patagonia argentina, una panadería a medianoche donde un muchacho me dio un churro a pesar de que no me alcanzaba para pagarle; segundo me sentí regalada y tercero me dio ganas de devolverle el gesto a la siguiente persona que encontrara.
Me dolían las rodillas ciertamente - las caídas raspan- también el resto de la existencia. Sin embargo, debo reconocer que algo cambió.
Puse un pie en la calle y saltaron tres imágenes: una situación similar en la patagonia argentina, una panadería a medianoche donde un muchacho me dio un churro a pesar de que no me alcanzaba para pagarle; segundo me sentí regalada y tercero me dio ganas de devolverle el gesto a la siguiente persona que encontrara.
Me dolían las rodillas ciertamente - las caídas raspan- también el resto de la existencia. Sin embargo, debo reconocer que algo cambió.
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