Si bien es cierto la lectura me gusta, la fotografía me seduce y ciertas pinturas me provocan estirar la mano para querer tocarlas, o la música me permite anunciar mi ánimo o llevar la fuerza en otra dirección, el cerrar los ojos tiranos que todo lo marcan y dejar que la nariz y el olfato me lleven, es todo un placer.
Un día de estos "tomé" prestado un recipiente de crema de jazmín, me la unté por donde pude mientras me alistaba para salir corriendo hacia la oficina. Estaba a media mañana en una reunión y al acercarme el brazo a la cara en un gesto de recolección de mi cabello en moño "zas" por fin caí en la cuenta que el perfume con olor a antiguo (a mis tías paternas), el que le dí a mi hermana hace meses, tenía también ese olor.
Caminaba el otro domingo por la calle, era media tarde, había llovido, todo estaba limpio y fresco, pasaba yo por algún lugar antes de cruzar el puente que una vez fue parte del inicio de mi casa, allí había olor a lirios blancos.
Noto, lo noto profundamente que los olores son importantísimos para mi, puedo distinguir entre un eucalipto y un ciprés común, no sólo entre un limón y una naranja, sino además una orquídeas o un lirio y casi puedo tocar su textura con el olor. No son iguales las mañanas frías con pinos en la montaña, que las mañanas frías con los cafetos florecidos o los granos recogidos en sacos y puestos la noche anterior. Ni la leña verde huele igual. Ni un cementerio con moho o la tierra removida unas horas antes.
Los aromas llevan un código diferente, que no tiene color o tamaño, ni siquiera tiempo -dirían por allí que son parte de los aprendizajes significativos-. Quizá sean parte de las líneas genéticas, pero en definitiva es lo que expande el gusto y la vista, lo que complementa el tacto y el oído, y aunque "allá afuera" hay todo un mercado plasmado de compuestos aromáticos, la naturaleza sigue siendo insustituible.
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