Pienso que hay lugares difíciles y estos, ¿como decirlo? son tristes, es como si en las líneas del concreto del techo y las paredes, se hubiese colado "un no se qué", no por el tránsito de órganos, o de personas, medicinas o esperanzas, ni por los cientos de pinchazos, orina y heces que deben analizar, ni por la cantidad de pocas buenas noticias y sus contrapesos decentes que le dan de alta a una.
Me equivoqué, saben, la esperanza se viste de forma diferente, se acicala como un gato y se contonea oronda; si va un domingo por la tarde tempranera, la hora de visita es más dinámica que la salida de la iglesia o de las tertulias que se arman en las afueras de las velas. La gente come "cosillas" como si fuese un paseo, habla, realmente habla mucho, hasta pedazos de la suerte venden en lugar de cabitos de candela o hierbas y aguas. Los niños corren por los espacios donde el oficial no tiene la ingrata labor de ordenar silencio. Yo que pensé, que en esos sitios, los únicos espacios con vida propia, eran los verdes, aquellos con suerte de haber sido olvidados y por ende no cubiertos con concreto.
En fin, el hospital se llena de jolgorio, de licras/leggins que llaman, de jeans/pantalones de mezclilla, ropa de colores, tenis y sandalias, poco zapato empinado, comida para el convaleciente escondida en los bolsos o en los abrigos, personas saludando a las ventanas a lo lejos y almas mirando desde ese alto. Gente sentada en los pasillos, las escalinatas de la entrada y cosa curiosa, todos mirando en dirección al atrio, a la entrada como espíritus en espera.
La "fiesta" dura poco, 60 minutos, después la marabunta se marcha, los estacionamientos se vacían, los cuidacarros igualmente abandonan los alrededores y el enfermo vuelve a quedar solo con sus pensamientos, en el mejor de los casos, o dormido, o sin visita y con la expectativa de futuro, lo conozca o no, todos tenemos uno.
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