Que dificultoso debe ser para un payaso, quien es hasta un buen sujeto, tratar 1001 formas de hacer sonreír y apenas recibir una par de muecas.
Quizá para el maromero también lo sea, quien a su vez hace una y mil piruetas con las manos y los pies al ponerse el semáforo en rojo, pero al final cuando ha acabado e inicia el recorrido por el medio de la calle a lo largo de la línea de autos, las ventanas se cierran en su nariz.
Ni qué decir del trovador o del cuentacuentos, oficios unos pasados de moda, ambos con sus mil historias, intentando sacar a las personas del sopor del día o meterlas livianas en el caminar de la noche tal vez sin más que un aplauso opaco por respuesta.
Es duro sí, intentar/hacer sonreír, acalmar a quienes tienen el ánimo triste y el andar roto, o bien a aquellos de alma algo raída y sonrisa descompuesta, el tacto apagado y el impulso apenas latente.
No se si es extenuante pero sí complejo, más de lo que parece, tanto para uno como para el otro , el lidiar cuando ambos están en lados opuestos de la acera aún en la misma calle o ambos de frente en la mesa sin moverse.
Por estos días encuentro personas más tristes, como si rondara ésta de manera más frecuente entre la gente, como si el sonreir se hubiese vuelto exclusivo de unos pocos o como si el reino del contacto se hubiese cerrado por inventario.
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