Hola gentecita
Cierra el mes de Dorothy y la muy vagabunda no posteó como siempre en su cumpleaños, bueno quisiera enmendarlo. En las próximas semanas subiré 4 cositas que tiene que ver con mis recientes exploraciones; espero que lo disfruten.
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Me acostumbré a la
nueva compañía, a pesar de que solamente yo ocupaba ese apartamento de paredes
blancas, en el sistema de edificios blancos de 3 pisos, con una fuente blanca
que brotaba de las entrañas del lugar y construcciones arañando un peñasco,
¡vaya combinación de planificación urbana! Vivía en un segundo piso, con mirada
hacia el oeste, desde un punto donde ninguna construcción del frente ocultaba
mi visión de los pinos, o las salas abiertas de los vecinos; sin embargo, del
atardecer solo me separaba una puñetera montaña que no dejaba, pero ni un
cachito de sol para mí.
Puntual todas las
tardes desde las 5:55 y hasta las 6:10, con suerte a las 6:12 sentías un
cambio, allí era cuando subía una neblina desde la hondonada. No importaba si
era domingo, lunes o jueves, si era navidades o estación seca, si estaba
acompañada o sola, siempre, siempre pero siempre, estaba a tiempo, como si
fuera un Omega Diver 300M Co-Axial Master Chronometer Azul. Podría de vez en
cuando darse un retraso o un adelanto, ese, era producto de la estación.
Generalmente era ella,
lo sabía por su sonido, otras veces era él, lo conocía por su sabor y la
mayoría del tiempo no era nada. Se desplazaba sin pudor de manera ascendente, ligera,
envolvente, llegaba a uno de los dos balcones, juraría que entraba primero a la
estancia y de último a la habitación, pero al decir verdad era simultánea y los
ventanales desaparecían, la podía ver caminar, silenciosa, ligera, inmaterial,
sabrosa y redondeada; ciertas ocasiones era nieve en la lengua, otras se
convertía en hilos de hielo por los brazos y al llegar a la pared trasera
sentía urgencia de no darle la espalda, para ese momento, había desaparecido.
Al principio cerraba
las ventanas y solo dejaba abierto un resquicio discreto, por el cual se colaba
un olor profundo a madera; en otras cuando nos acostumbramos la una a la otra,
ambos espacios quedaban abiertos y no me preocupaba si mi boca también. Entraba
por los ojos, por las comisuras, la nariz, por el pecho; no lo sé, había días
que tenía ese gusto verde de más musgo y menos tierra, muy pocas veces supo a
flor, ni siquiera tocaba los aromáticos del improvisado jardín, nunca tuvo esos
sabores.
Hubo días que le temía,
los de hielo, traía pesada y silenciosa la altura del sitio hasta la ventana;
en esos momentos si la cerraba, descubrí que gritaba y era dolorosa, lograba un
cambio de ánimo en todo. Cuando llovía, si las ranas no hacían su sonido de
palitos de bambú lloraba al chocar mientras se colaba a fuerza de un viento que
lograba quebrar los protectores metálicos.
Al final fue mi
compañía, al caminar por las tardes después del trabajo, si iba por una café en
mi esquina de Cyrano, subía conmigo las 43 gradas hacia la avenida, envolvía la
hiedra de mi pasaje favorito y se tornaba más oscura en el trozo más amargo.
Llegó el día, debía marcharme, y lo que más extraño en este orden fue su
alimento a mis días, su confianza al llorar contra mis ventanas, el cantar de
las ranas cuando llovía.
La noche anterior antes de entregar las llaves, no hubo nada, no hubo neblina. Me explicaron en alguna ocasión que era el agua del río que nunca vi la que hacía posible que, a esa hora en ese único lugar, en un radio de un kilómetro y medio estuviera. Por mi parte, tengo otras hipótesis.