Los límites. sea la frontera política, el muro de la casa de la par, la línea de la carretera, el cuerpo. Desde pequeños parece que vivimos con estos, sea por mano de los familiares, o al aprender cómo movernos en el jardín de niños (si es que tuvimos esa suerte), entre lecciones de lo que se supone se debe o no hacer, casi como un famoso manual de urbanidad y buen comportamiento (el de Carreño... ¿lo han vivido?), “aprendemos” hacia dónde movernos.
Escuché una entrevista a María López Vigil en un documental de una fantástica ONG nicaragüense llamada Libros para Niños, ella decía que "Los libros rompieron los límites de mi mundo real." Saben, así fue para mí, entre crecer en un espacio abierto sin vecinos, con pocos amigos a quienes veía de manera esporádica, con más adultos en mi derredor y ni un puñetero auto pasando por la casa o un Wii y un computador, pues tuve tiempo, mucho tiempo para otros oficios.
Aprender a leer, leer, escuchar historias por la noche al dormir, libros de pasta dura, experimentos que salían de las páginas del tomo 19 de la enciclopedia azul en la casa de mis padres, el barquito de papel, las rimas de gnomos, osos y otros sujetos, algunas princesas, pocas o ninguna muñeca, el microscopio, el telescopio blanco, los binoculares que solo podría usar si era cuidadosa, caminar alrededor de la casa porque me iba, porque según yo no quería vivir ahí, aunque siquiera tuviera dinero o supiese tomar un autobús.
La literatura a la par de un mapamundi, las tertulias por las noches “venturosas” en que no debía ir a la cama después de las nueve y que estaba en la casa de mi abuela paterna, un diccionario vox viejo que heredé de alguno de mis hermanos mayores y que aún se conserva, los días debajo de naranjales y alguna palmera de pejibayes, abrió para mí un mundo.
La lectura ha hecho parte de quien soy. Quizá no llegue a conocer ni la mitad de lo que pensaba, o entienda un cuarto de lo que leo. Sin embargo, el patio trasero de mi casa era más amplio, el deseo de descubrir un fósil era real, o el pánico de viajar en un globo era palpable. Soñar y tener oportunidad de ponerte el traje de otros, conocerlos por dentro mientras los lees, olvidar la estrechez de la vida que apretaba con el plato de comida cuando no aparecía, no dormir para terminar un libro, eso es un placer.
El placer más extenso, más amplio que la lista de conceptos del aula o de la universidad. Es recrear, es tomar el universo dibujado por otros y armarlo para uno, construir de manera simultánea y conjunta, compartir conceptos y aventuras con otras personas antes y después de uno (quienes leyeron el mismo libro antes y después). Sí, leer y escribir, es como trenzarse el pelo, es como conocer el día de mañana, es no saber que se ha llegado a otro mundo y a su vez vivirlo desde afuera hacia dentro…